domingo, 4 de marzo de 2018

Verdad y posverdad, censura y poscensura, moderno y posmoderno (y II)

Ahora bien, ¿qué hacer entonces? Los linchamientos digitales se diferencian de los clásicos en que la multitud enfervorecida contagiaba esa ira e impedía por su magnitud voces que calmaran los ánimos, era difícil resistirse. En cambio, desde tu dispositivo te puedes sumar o no de una manera individual, atomizada. ¿Cómo puedes tú saber la magnitud del linchamiento para saber si es adecuado dejar pasar o procurar mantener la serenidad y la ecuanimidad? Si estoy en contra de la ridícula subida de las pensiones, si me parece fatal que se huya a terceros países para escapar de la justicia o si me indigna que se considere presos políticos a quienes atentan contra la convivencia, ¿qué debo hacer? ¿quedarme impasible? La movilización digital es tan irrelevante en la mayoría de los casos que el riesgo es percibido como mínimo, mientras que la motivación, la ira, la indignación son poderosos incentivos para retuitear o compartir una noticia.
            Se me ocurren, sin embargo, algunas consideraciones. Por ejemplo, lo más básico es la prudencia. Antes de sumarte a una causa, chequear si las cosas son tal como la transmiten. Por costumbre suelo dudar de algunos medios –dudar no es sinónimo de ignorar– y suelo responder alertando de los bulos cuando llegan a mi conocimiento. También tiendo a sospechar de los movimientos masivos. Cuando todas las televisiones, los tertulianos radiofónicos, los comentaristas, muchísimos contactos coinciden en dar una sola versión de asuntos polémicos, me pongo en guardia. Y me vuelvo más en guardia cuando se produce el cambio de péndulo, como en el caso de Juana Rivas, a favor masivamente, en contra masivamente. Procuro cierta autonomía de pensamiento. Procuro.
            Soto Ivars recomienda también tener cuidado con el poder de convocatoria que puede tener una persona. Por ejemplo, cuando Inés Arrimadas sufrió un ataque por tuit que deseaba su violación en grupo, respondió compartiendo el mensaje en su cuenta. El resultado fue que la responsable del ataque se vio, a su vez, bombardeada con ataques a veces tan o más crueles que el suyo. No estoy de acuerdo con lo que parece sugerir de evitar mostrar los desacuerdos en las redes. Por mucho que protestemos de que la gente –otra gente– se hayan vuelto muy puntillosa y se queje más que la princesa del guisante.
            Hay que tener en cuenta, también que las dianas cambian constantemente. Pasa el chaparrón y salta la siguiente víctima. Y, sobre todo, la cuestión es que los que sufren realmente no son los poderosos, son los débiles. Las acusaciones homófobas, las amenazas machistas tienen mayor repercusión efectiva que las acusaciones de corrupción hacia los miembros de los gobiernos. Ahí tenemos el caso de Cristina Cifuentes que consiguió una condena a cárcel de un activista que creó un evento convocando a insultarla. A ella le parece quizás desproporcionado lo que pedían sus abogados, pero no todos tenemos acceso a esos abogados. Los linchamientos mediáticos se ceban, como siempre, en los más débiles. Sin embargo, suelen quejarse más los que ocupan posiciones. privilegiadas, cuyas advertencias y puntos de vista son apoyados desde los medios del establishment.
            La cuestión es cuándo doblegarse a las presiones. No queremos autoridades que sean incapaces de oír a las quejas de los ciudadanos, pero tampoco que sean veletas que a la menor protesta corran a retirar cuadros de los museos. La ventaja de las redes es que pueden servir como foro público y lugar de discusión de las propuestas. El peligro, la polarización que acabe contagiando unos temas con otros y defiendas a los tuyos más por ser los tuyos que por estar de acuerdo con ellos.
            Hay mucho que discutir al respecto, como qué debemos considerar motivo de censura o hasta qué punto deben existir límites a la libertad de expresión, si sentirse ofendido es motivo de delito o si importa la intención y el contexto en un mensaje. Evidentemente, no es lo mismo el tono o el medio. No implica el mismo peligro amenazar cara a cara que soltar exabruptos por tuit. Esta semana el Tribunal Supremo ha fijado doctrina en cuanto al enaltecimiento de terrorismo. No hay enaltecimiento si no hay riesgo de acto. Sin embargo, quedan por aclarar en qué consisten las injurias a la corona o el delito de odio.
La aparición del delito de odio se preveía como defensa de las minorías frente a la agresividad de grupos radicales, sin embargo, una interpretación maximalista puede tipificar prácticamente cualquier acción como odio. Un insulto en las gradas de fútbol, un robo, o una llamada al voto para acabar con la corrupción. El ínclito Sloterdijk considera que los partidos políticos como contenedores de odio. La jurisprudencia no parece ayudar dando mensajes contradictorios, más bien da la impresión de que se avecinan malos tiempos para la libertad de expresión. Tiempos en los que todos nos sentimos como el Gran Inquisidor, aunque no todos tendremos la misma capacidad para contestar o castigar.

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