domingo, 7 de enero de 2018

Vivimos en Pottersville



Como todos los años, acabo de ver esa maravilla del cine que es ¡Qué bello es vivir! No me canso de ver a James Stewart y a Donna Reed. Además de ese final en el que apenas logro contener la emoción, adoro la escena en la que ambos están hablando por teléfono con un amigo, Sam –y posible novio de Mary–. Mientras que la conversación va por otro lado, ellos dos van notando los sentimientos, la contradicción de George y cómo es consciente de que está enamorado de ella. Son muchísimos los detalles por los que admirar esta película. Mucha historia detrás. Los amigos de George, Ernie y Bert, el taxista y el policía, bautizaron a los personajes de Barrio Sésamo. Ellos son Epi y Blas. Acaba uno queriendo a todos los personajes de Bedford Falls.
                Se han hecho lecturas políticas de la película. La última quizás, la del inigualable Esteban Hernández. La infame Ayn Rand acusó al film de propaganda comunista ante el FBI durante los años más duros de la caza de brujas. No deja de ser curioso, porque el director en ningún momento hace apología de la economía dirigida por el Estado, ni se critica la posesión de los medios de producción por parte de empresas privadas. Al contrario, es un canto al capitalismo, el originario, el que defendía Adam Smith, en el que los sentimientos morales servían de freno a la avaricia representada por el Sr. Potter.
Por otra parte, el protagonista, George Bailey se corresponde con esos héroes del liberalismo, con iniciativa, con ambición, un emprendedor nato, alguien que se sale de lo común –incluyendo la talla física–. Sin embargo, y a diferencia del modelo que se propugna en estos círculos, es alguien consciente de su papel en la vida de los demás, de su aportación a su comunidad. Y es en el momento en el que esa fe falla cuando aparece el entrañable Clarence AS2 (Ángel de Segunda Clase) y le ofrece el don para conocer cómo sería el mundo sin su aportación. El compromiso ha frustrado las aspiraciones del individuo. Un individuo ambicioso, emprendedor que tiene que abandonar sus sueños obligado por la comunidad. Sin embargo, la pesadilla de Ayn Rand hace del mundo un lugar mejor.
                Nosotros no necesitamos ver cómo sería el mundo sin la aportación de los George Bailey. Vivimos en él. La pesadilla del bueno de Jimmy Stewart, Bedford Falls sin George Bailey, es la que vivimos en la actualidad. Su famosa compañía de empréstitos no es sino un trasunto de las Cajas de Ahorro, que han sido denostadas y barridas de nuestro sistema financiero en aras de una supuesta mayor eficiencia de los grandes bancos. Los pobres son calificados de inútiles, chusma por el gran capitalista, el señor Potter para el que, como en las grandes corporaciones, las relaciones humanas no importan. Para Bailey, en cambio, son lo principal, son los que viven y pagan en la comunidad.
                Acierta, aunque no lo parezca, el protagonista en achacar a la envidia la codicia de Potter sobre la pequeña compañía de empréstitos. Para un gran capitalista que controla desde la biblioteca del pueblo hasta las fábricas y un gran número de negocios, la existencia de una pequeña cooperativa para construir casas no supone un riesgo financiero. De hecho, forma parte de su consejo de administración. Pero, a su despiadado espíritu le falta controlar esa pequeña parcela, y eso le parece intolerable. No puede soportar, como los teóricos de la libertad absoluta para los mercados, un sentimentalismo barato. Pero es posible encontrar otra manera de vivir.
                En la crisis bancaria que pone en vilo la existencia de la compañía, cuando los clientes entran en pánico e intentan sacar su dinero, George lo tiene claro, dice: Potter no vende, Potter compra, porque nosotros tenemos miedo. Él controla el banco y controla el resto de la ciudad. Y no puede permitir algo fuera de su alcance. En el caso de que le dejaran, gobernaría desde su imperio financiero construyendo y alquilando barracones miserables para obligar a los trabajadores a vivir en condiciones deplorables y deberle dinero. Desprecia a la gente común. No le tiembla la mano para los desahucios… Además, la gente cambiaría de manera de ser, de comportamiento y valores, sería egoísta, violenta, desconfiada y viciosa, sin conciencia, buscando sólo la evasión. Ni siquiera habría tejido productivo, los negocios vigentes serían salas de fiestas.
La única solución es permanecer unidos. Esa es la lección que aprendemos de Frank Capra y del bueno de James Stewart. No es un desafío al sistema –eso le valió las críticas de la izquierda radical–, es otra manera de hacerlo más, basándose en la confianza personal. George Bailey no les hace firmar recibos a los clientes porque ha sido entre todos, colaborando, como se han construido las casas de los humildes. No defiende el control estatal, ni siquiera en la versión del New Deal. El control del Estado sólo aparece en la forma de la policía reprimiendo los posibles disturbios de las masas cuando el banco cierra y cuando van a detenerlo por el posible desfalco.
                Otra de las lecciones de ¡Qué bello es vivir! proviene del manejo de la crisis. A los únicos que se les puede pedir dinero son precisamente los que nos han metido en ella. Cuando el tío Billy va a ingresar 8.000 dólares y los pierde es el malvado Potter quien tiene el dinero desaparecido. Y se calla, y aprovecha su ventaja injusta para imponerse. Demasiado parecido al mundo actual. Y la solución viene de mano de los que no tienen, los que aportan lo poco que pueden para hacer triunfar la navidad y a Clarence tener sus alas.

1 comentario:

  1. Es increíble cómo eres capaz de hilar una bella pieza del cine norteamericano con la actualidad económica. Sublime como siempre.

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