lunes, 27 de febrero de 2017

Psicotrópicos



El problema del abuso de las drogas siempre ha sido muy complejo. Da la impresión de que todas las culturas han tenido que recurrir a sustancias que alteren el flujo de la conciencia, aunque cada una ha tenido las propias y sus prácticas peculiares. En la nuestra, el tabaco y el alcohol son las drogas permitidas por antonomasia. Por lo visto también el café puede considerarse como tal, pero, como en el caso del tabaco, es más la cuestión de habituación y dependencia que el disfrute recreativo de la sustancia en sí. Tomar a quedar café es una institución, aunque al final se acabe uno tomando una infusión de poleo menta. Y si bien es cierto que las primeras caladas a los cigarrillos acaban por marear a cualquier adolescente, raramente se experimenta ni siquiera el famoso puntillo, previo a la intoxicación etílica con el café.
                A partir de cierta edad podríamos desentendernos, cada cual es libre de hacerse dependiente de lo que uno quiera: del tabaco, del gin-tonic de fin de semana, de una pareja o del estreno de la última película de superhéroes. Más allá de la publicidad engañosa, las drogas, legalizadas o no, son un asunto particular mientras no se tomen decisiones de riesgo que puedan tener repercusiones en los demás. Sé que hay posturas bastante reacias a trivializar con este asunto y que estarían más tranquilas y felices si no se pudiera recurrir a ningún tipo de sustancia psicoactiva, sin embargo, no es mi caso. Reconozco, eso sí, que las drogas legales son mucho más fáciles de conseguir y que recurrir a las ilegales te introduce en un mundillo bastante peculiar e incluso peligroso. Y hay que sumar la aquiescencia del grupo social cuando consumes una copita, dos o las que se tercien. Júbilo cuando esas copitas se suceden en periodos de fiesta. Que ya están los carnavales.
                Lo que parece preocuparnos a todos es que la edad de inicio en las sustancias, legales e ilegales, cada vez es más precoz. Y por mucho que descienda el tabaquismo en nuestra sociedad, todavía muchos adolescentes están deseando que lleguen los recesos para echarse un pitillo, liarse un canutillo o tomarse unos litros de lo que sea. Se supone que la socialización hará que se vayan imitando los patrones de los adultos, pero los peligros acechan por donde menos se lo espera uno.
                Hay un número creciente de críos que se acaban diagnosticando de Trastorno de Déficit de Atención, con o sin hiperactividad, a los que se les receta un derivado de las anfetaminas para mejorar la concentración. Es alarmante el entusiasmo que un doctor ponía en una charla al respecto. El 80% de los que iban a su consulta acababan medicados. Y lo decía como un logro.
                El problema, creo, tiene una dimensión más global. Estamos bombardeados con sustancias que alteran la conciencia. Como el café expresso en las series norteamericanas, que tiene el mismo efecto que la anfetamina. Un niño toma una pequeña tacita y se pone nervioso hasta la extenuación, temblón como un síndrome de abstinencia. Aquí el café no tiene tanta cafeína. O qué decir del azúcar o las chucherías: si un infante las toma sin control en un episodio, entonces es como si se mezclara la cocaína con el speed. Se sube por las paredes, se acelera como Flash, el superhéroe. No llegan caries, no da tiempo. No sé qué tienen en Estados Unidos contra el azúcar porque parece una cruzada contra el polvo blanco. Yo me entiendo.
                Y no sólo en la ficción. No hay más que ver los anuncios de cereales o meriendas para niños. Yo los clasifico en dos tipos, los anfetamínicos y los lisérgicos. Con unos cereales te vuelves loco, tienes energía para todo y con un batido vas saltando todo el día, por no hablar de un refresco de naranja que te da la energía para practicar los deportes de riesgo, en la nieve y por la montaña. Unas rellenas de chocolate dan a la niña disfrazada de princesa el valor y el empuje necesarios para enfrentarse al dragón sin que ningún príncipe la defienda. Da la impresión que si no es por estos productos no serían capaces de terminar la jornada. Dan la misma fuerza sobrehumana que tomaba Popeye de su lata de espinacas.
                Luego están los lisérgicos, como esas galletas que fomentan la imaginación (¡todo por tener unos dibujitos!), o las que destapas y se te aparecen naves espaciales, dragones y princesas. Los ositos de gominola que te retrotraen a la infancia y te cambian la voz.
                No dejan de tener su gracia, todos entendemos que son licencias poéticas, pero el poso queda ahí. Los alimentos tienen magia, la misma magia que la droga. Unos te aceleran, otros de dan una vueltecita atravesando las puertas de la percepción. Paraísos artificiales, porque artificial, sin duda, es su sabor.
No nos podemos quejar de que la juventud esté por la droga si los mensajes que mandamos desde pequeños son drogas enmascaradas de pastelitos.
               

domingo, 12 de febrero de 2017

Vientres de alquiler

Por lo visto se está debatiendo en la opinión pública la posibilidad de legislar sobre la maternidad subrogada, lo que comúnmente se denominan vientres de alquiler. Seguramente es Foucault quien más advirtió sobre el biopoder, es decir, la política sobre los cuerpos. No se trata, como en el poder más vetusto, de que el soberano tenga la vida y la muerte en sus manos: hacer morir o dejar vivir; en las nuevas formas de ejercer el poder, el soberano puede tanto hacer morir como hacer vivir, cargan sobre sus hombros la misión de velar sobre nuestra vida, mejorando nuestras condiciones biológicas o prohibiendo la muerte no autorizada. Cinturones de seguridad, excepciones al aborto, multas por alcoholemia son muestras de cómo el poder se infiltra en lo más íntimo de nuestras vidas. Desde luego no es aquello que decía Escohotado de que “de la piel para adentro, mando yo”.
                Más aún en el caso del cuerpo de la mujer. No podemos negar que se tiene un control más riguroso sobre los cuerpos femeninos que sobre los homólogos masculinos. Se legisla sobre el aborto, que para muchos será cuestión de defender o no la vida de un nuevo ser, pero para otras es sólo su propio cuerpo. Se legisla sobre la prostitución, actividad mayormente femenina. Y da la impresión de que se considera a la mujer como un menor de edad a la que hay que asesorar para que pueda decidir de manera razonable. No es que todos estos casos sean iguales, por supuesto, pero me da la sensación de que si fueran asuntos que atañeran a los cuerpos de los hombres se habría solucionado definitivamente desde hace mucho tiempo.
                En el caso de los vientres de alquiler hay varios aspectos que se entrecruzan. Por un lado, está la política reproductiva. Para muchos, cualquier decisión consciente sobre el embarazo se convierte en reprobable. Sólo dios tiene la potestad de permitir o no la perpetuación de las especies. Es casi un tabú que proscribe el preservativo antes siquiera de saber si va a evitar un embarazo. No se puede ni siquiera plantear.
                Otro prejuicio es que la maternidad subrogada es la única solución para que dos gais puedan tener descendencia genética. Si un sector importante del conservadurismo considera que nunca podrán ser una familia porque solo las parejas heterosexuales cumplen la norma, más aún estarán en contra de esta práctica reproductiva.
                Digo prejuicios porque suponen un obstáculo previo a la deliberación del caso que nos ocupa. Otras consideraciones más específicas tienen que ver con la posibilidad de que transforme a los seres humanos en fabricantes de seres humanos. Y más concretamente, que convierta a los sectores más empobrecidos de la sociedad en productores de bebés, como ya lo son en muchos países de órganos para trasplantes –legalmente o de forma mafiosa–. Es un argumento de peso. No podemos permitir que la miseria de unos los obligue a venderse y vender su cuerpo de una manera indigna.
                En España la donación de esperma y óvulos, que es secreta, contempla la posibilidad de una retribución en calidad de compensación por las molestias y nunca como un pago tan elevado que suponga una tentación para dedicarse “profesionalmente” a estos menesteres. En muchas ocasiones se trata de jóvenes de clase media que, con la compensación, pueden estudiar más desahogadas o darse un capricho. Podríamos contemplar un modelo parecido, si bien, la maternidad subrogada no podría ser secreta.
                Por lo que se ve en los documentales sobre vientres de alquiler estadounidenses, la mayoría de las mujeres que se prestan pertenecen a una clase media más o menos acomodada, sin problemas económicos, porque estos serían contraproducentes en un embarazo. Son personas comprometidas con la comunidad, madres de familia y religiosas (que no católicas) en bastantes ocasiones. Con una buena regulación y unas agencias que velaran por el proceso se podría limitar esa tentación.
                El argumento que pone de relieve que los más pudientes pudieran aprovecharse de la miseria de los demás me parece que habría que enfocarlo de una manera más amplia. Es cierto que es un tema muy delicado y diferente de otros oficios, pero hay que verlo en perspectiva. ¿No es cierto que la miseria es necesaria para el mundo actual? En ocasiones me he referido a los argumentos decimonónicos sobre la utilidad de la pobreza para que sirva de acicate a las clases inferiores. Se parte de la base de que su situación es debida a la pereza y la miseria sería el aguijón para ponerlos en marcha. Neoliberales contrarios a los subsidios y ayudas participan de este imaginario.
                La pauperización de grandes capas de la sociedad, de continentes enteros es imprescindible para la fabricación de productos a muy bajo precio. Endurecer las condiciones laborales es una forma muy efectiva de conseguir motivación para realizar trabajos peligrosos, mal pagados y con poquísima seguridad. Se podría decir que hay una conspiración mundial para empobrecer a la sociedad y que acepte que el Estado del bienestar ha terminado. ¿En qué se diferencia esta presión de la que queremos evitar a las mujeres que alquilen su útero?
                De acuerdo, no es lo mismo. Pero si consiguiéramos erradicar la miseria, si se alcanzara un sueldo digno para cualquier escala laboral, desde el reponedor hasta los profesionales cualificados, eliminaríamos definitivamente la miseria como elemento que fuerza a las personas a realizar trabajos poco dignos, y a las mujeres a vender su cuerpo o alquilar su vientre para que familias con recursos se den el capricho de tener un hijo genético. Así, quien quisiera ser altruista y colaborar en la maternidad subrogada lo haría sin sospechas.
                Lo que no termino de entender, y perdóneseme la frivolidad, es que los católicos estén en contra. A fin de cuentas, si María, la Virgen, fue la madre de dios, tal como le anunció el arcángel, fue la primera madre subrogada.

martes, 7 de febrero de 2017

Entradas y salidas



El evangelio del triunfador, ese que transmiten sus acólitos mediante libros de autoayuda y de emprendimiento, en las tertulias televisivas y, como expertos, en los magazines, consiste, nada más y nada menos que en ser el empresario de uno mismo. El empresario es esa figura mítica, a medio camino entre el santón y el mártir, que ha sacrificado su vida en hacerse a sí mismo y hacerse, de paso, mucho más rico. Es un santón porque a su sombra peregrinan todos aquellos que aspiran a alcanzar el cielo en la tierra. De Steve Jobs se copian sus frases, como salmos responsoriales, como suras, como mantras. Se copian incluso sus jerséis de cuello de cisne. Se imita la gomina en el pelo como alternativa a la tonsura o al rasurado de los monjes del Tíbet.
Jorge de los Santos recordaba hace un par de semanas en Para Todos La 2, que la palabra éxito viene de “salida”. En el momento me acordé de la definición del ínclito José Antonio Marina, al que hace veinte años seguía con fervor y que, a partir de un momento dado, descabalgué, justo cuando comprobé que él no entendía el papel de los conflictos de intereses entre los grupos sociales para el desarrollo y triunfo de ciertas ideas. Marina definía la inteligencia –creadora– no como lo que miden los tests –en lo que coincido–, sino en la habilidad de salir bien parados de una situación. Mucho más que matemáticas y ajedrez, un concepto inclusivo de inteligencia en el que podía caber la insolente facilidad de Michael Jordan sobre la canasta.
En cambio, para los angloparlantes, el término es success, que también proviene del latín y que se relaciona con “suceder”. El éxito, el triunfo es hacer que suceda algo, lo que te has propuesto, lo que la sociedad valora como objetivo, el capricho de un momento o lo que has perseguido durante toda la vida. Tiene sentido.
En realidad, tienen sentido las dos metáforas, pero dejan entrever dos maneras distintas de entender la vida. Si el triunfo es la salida, da la sensación de que los embrollos nos caen del cielo, que el destino y los dioses se nos cruzan en nuestro camino, que nos encargan misiones o nos ponen obstáculos de los que tenemos que salir como si de un pozo se tratara (dejaremos para otra ocasión la metáfora de caer/salir para las enfermedades y las adicciones).
Da la sensación, aunque esto es barata psicología social de los pueblos y los idiomas, de que el éxito a la inglesa tiene que ver con un sujeto proactivo, más que reaccionar ante los problemas. Habla de una cultura de emprendedores en el más amplio sentido de la palabra. Aunque hemos llegado aquí al principio del discurso, una nueva vuelta de tuerca.
El emprendimiento como ideología propone, más que el éxito definitivo, el continuo emprendimiento, un non-stop vital en el que nunca hay suficiente. Este horizonte vital está, por supuesto, muy lejos de la tranquilidad del que huye del mundanal ruido y muy lejos del aurea mediocritas. La libertad, el buen vivir de los antiguos, de los sabios antiguos estaba en alejarse de la multitud vociferante, de los triunfos pasajeros, de los quebraderos de cabeza. Y llegar a las fincas rústicas, vivir sosegadamente y disfrutar de cómo el viento mece las ramas de los árboles que nos dan sombra.
Entender el éxito como el empecinamiento en que algo suceda puede ser utilísimo en un mundo como el que se dibuja en nuestros días. En estos tiempos inciertos, de riesgos incalculables, de inestabilidad y de fluidez líquida o gaseosa, realmente no necesitaríamos crear nuevos desafíos vitales, ya se encargan los hados de los fondos de inversión, de las instituciones supranacionales, de las grandes corporaciones. Se encargan incluso los más allegados, con sus pegas, sus consejos, sus imposiciones y su ensimismamiento. El mundo es un peligro del que salir. Pero la salida es casi peor solución que enfangarse en sus contrariedades.
 Y, como decíamos antes, hay que estar un poco desquiciado para ir de empresa en empresa –en el sentido clásico y no economista del término–. Ludópatas del emprendimiento no salimos de una cuando nos metemos en la siguiente. Preferimos desafiar continuamente nuestra inteligencia ignorando lo bien que salimos de cada desafío. Reinventarse, dicen, como si tuviéramos poco aclarándonos con nosotros mismos. Tomar nuestra propia vida como quien dirige el departamento de Recursos Humanos de una gran empresa. Explotarse a uno mismo como se explota al prójimo. Hay que estar un poco desquiciado para entrar en ese juego del que no podemos salir sino para emprender uno nuevo. Desquiciado o con ganas de convertirse en mártir, como san Steve Jobs.
Amen.