lunes, 24 de octubre de 2016

La política de la nostalgia



En el universo de las emociones cada hombre es un mundo y, en ocasiones, una isla. Cada cual tiene sus propios sueños y resulta paradójico el poco interés que nos despierta el sueño de los demás frente al entusiasmo que ponemos cuando decidimos compartir los nuestros. Las palabras torpemente intentan recrear lo onírico y si de por sí son aquellas insuficientes en el mundo convencional, para la complejidad y falta de lógica de los sueños se ven absolutamente desbordadas. El caso es que cuando nos decidimos a narrarlos normalmente es porque nos han supuesto una emoción muy intensa que no se corresponde en absoluto con los mensajes que apenas balbuceamos a nuestro interlocutor. Sólo comprobamos con desilusión su desgana. No es completamente culpa de nuestra falta de habilidad como narradores, ni es totalmente la incapacidad del lenguaje para hacerse cargo del reflejo de lo que trascurre en nuestro interior, se trata, sencillamente de que el sueño toca unas fibras a las que sólo tenemos acceso nosotros. Nos resultan tan perturbadores porque entroncan con los más remotos deseos y frustraciones, con nuestra psique más básica. Y a ese núcleo central de nuestra personalidad difícilmente tienen acceso los demás. Tampoco es culpa suya.
                La nostalgia, en cambio, es una especie de ensoñación en cierta manera colectiva. La fascinación que ejerce el pasado tiene mucho de arcaico, de arquetipo de la formación del núcleo más interno de nuestra persona. El pasado, nuestra niñez, se tiñe de sepia para dotar a los recuerdos de una sentimentalidad agradable, unas emociones intensas y cálidas, pero, cuando se trata de la nostalgia, esas emociones son inofensivas. La nostalgia nunca versa sobre los traumas sino abarca juegos, paisajes descoloridos como las fotografías en una caja de lata. Un dolor amable al que recurrimos para buscarnos a nosotros mismos. La nostalgia está hecha del material con el que están fabricados los sueños. Canciones que hemos tarareado en nuestra adolescencia con cierta vergüenza se convierten en memorables hitos de nuestros ritos de paso. Juguetes, portadas de libros, anuncios… nos retrotraen a un estado de ánimo en el que perdonamos los deslices y las crueldades que cometimos como simples chiquilladas, los afectos, en cambio, nos dan mucho pudor, como saber que idealizábamos a actores o cantantes. Nos arrepentimos más de nuestro fervor por Mazinger Z que de haber quemado con un mechero a una mosca en la ventana.
Hay una nostalgia colectiva que se conjura en las reuniones de antiguos alumnos, en las cenas familiares o en los pregones de las fiestas populares. Son el momento de rememorar los paisajes de un mundo que compartimos y que ya no existe. No tiene sentido buscar lo que nos enfrenta en el hoy diario, preferimos echar la vista atrás y preguntar por una tienda que hace lustros que cerró, por el precio irrisorio de las chucherías, o por las excentricidades del profesor de ciencias. Una manera de construir, también, la identidad del grupo, de montar un puzle con incompletas piezas sueltas.
La memoria colectiva parte de unos objetos que se convierten en símbolos, como son los monumentos, ya sean los oficiales o los accidentales. Monumentos para la memoria son los horribles monolitos y las cancelas del bar donde había que esperar una hora para llegar a la barra durante las fiestas. Esta nostalgia colectiva tiene sus propias normas de construcción, obedece a unos rígidos cánones para el recuerdo. No sólo porque tiene que contar con el mínimo común denominador para ser recordado por todos, también porque se construye una tradición y las tradiciones cuentan siempre con guardianes celosos que velan por la ortodoxia.
Momentos de celebración colectiva, los juegos florales, los pregones, las exaltaciones, la publicación de memorias ofrecen el reflejo más canónico de la creación y conservación de la nostalgia colectiva como el sueño de una identidad para un pueblo. En estas magnas ocasiones se congregan los fieles amantes de la localidad, en estas celebraciones se escoge a un personaje que debe conmover a estos fieles a partir de un pregón, alternando originalidad y continuismo. Tienen que mantener el equilibrio entre la fidelidad unos estándares de retórica y encontrar una manera original con la que emocionar a los congregados.
Y no sólo es cuestión de hacerlo con las palabras de la tribu, tienen que aparecer, casi obligatoriamente, los “monumentos” de la memoria colectiva, aquellos aspectos de los que el pueblo se enorgullece, se mantengan o se hayan perdido. Si están en peligro, mejor, porque así se emociona el público y se mueve a conservarlos: ciertos vocablos, retazos del tejido urbano, antiguas profesiones, juegos infantiles…
Hablo por mi pueblo, Rota, muy especial en muchos sentidos. Nos gusta pensar que somos conocidos por nuestras calabazas, pero mucho me temo que estamos en el mapa por albergar una base naval fruto del tratado con los Estados Unidos en 1953. La relación entre las dos comunidades no ha sido de total identificación, en cierta manera nos hemos comportado a espaldas una de la otra. Eso no quiere decir que no tengamos una memoria sobre la Base naval y sobre los americanos, vocablos como “chopatrol” o “pica” designaban en nuestra niñez a la patrulla costera (“shore patrol”) o al furgón de la policía militar que recogía (“pick up”) a los borrachos y pendencieros.
No es arriesgado pensar que marcaron nuestra identidad los productos que llegaban de los americanos, como aquellos bolígrafos negros con una faja de aluminio del US Government de la misma forma que los dulces de Cositas Buenas, el vendedor ambulante que nos deleitaba con las sultanas y los borrachos. Estos recuerdos de los americanos no suelen aparecer en los pregones, como si la memoria los hubiera borrado, no merecen estar junto a los amaneceres con la imagen del Nazareno en el antiguo muelle, o las correrías para alcanzar los higos en las parcelas de un vecino cascarrabias.
Parece que no cabe duda de que hay una idealización de la nostalgia, unos patrones específicos que tienen que activarse y otros que suprimirse para dar coherencia a esa identidad colectiva que nos afecta a los habitantes del pueblo. Es curioso comprobar cómo todos los pueblos acaban pareciéndose en sus tradiciones y en sus semblanzas, sólo hay que cambiar los nombres y los apodos y son intercambiables los pregones. Hay, podría decirse, una política común, una estrategia establecida para hacer resonar los corazones y hacer saltar las lágrimas de emoción de la nostalgia. La nostalgia oficial se convierte en un cliché de emociones aprendidas.
Pero, como decíamos al principio, los sueños propios pueden ser muy intensos en emociones para el soñador mientras que, para el oyente, normalmente, son tremendamente prosaicos. Así las tradiciones propias y las ajenas, así la nostalgia.

2 comentarios:

  1. No te lo vas a creer, pero dando la vuelta al parque, en una mañana luminosa de otoño, algunos arboles ya tocados con la navaja de octubre, hemos hablado sobre lo que tú escribes tan acertadamente y con tanta hondura. Me alegro que de alguna manera te haya "inspirado" un texto de HB. Luego, con calma, voy a ver si pongo en claro la conversacion que hemos mantenido mi Amo de llavez y yo y que tú, en la lejania y por escrito, has formado parte. Muchas gracias.

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  2. Gracias por incluirme en vuestra conversación, sin duda mucho más interesante. Intentaré sentir el otoño en ese parque de la ciudad que tanto me fascina

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