domingo, 15 de mayo de 2016

Una lectura de Impedir que el mundo se deshaga, de Alicia García Ruiz. Libros La Catarata, 2016.




Casi como cualquier actividad humana, la movilización política puede basarse en dos tipos de motivaciones. Por un lado está la reacción, como los famosos motines del Antiguo Régimen, o el representado de manera canónica por Eisenstein en El acorazado Potenkim o en la revuelta de los esclavos de Espartaco de Kubrick. Es el grito, muchas veces incontrolado y sin objetivo claro, de los que están oprimidos. La otra motivación es la de las aspiraciones, los valores y objetivos, la utopía.
Precisamente hoy celebramos el aniversario del movimiento 15M. Las asambleas coincidieron con la aparición del famoso manifiesto ¡Indignaos!, de Stéphane Hessel. La indignación fue tomada como revulsivo, como motivación principal para la acción política. El sentimiento de indignación también era importante como sentimiento moral para Adam Smith, permitía la identificación con la víctima y era un control para la acumulación desaforada de riquezas
En el volumen de García Ruiz, la motivación política no aparece como respuesta a una injusticia, sino como una serie de valores a los que aspirar. Su propuesta consiste, según el subtítulo, de proponer una “emancipación ilustrada”, y parte, por supuesto, del famoso opúsculo de Kant, ¿Qué es la Ilustración? La liberación del hombre de su culpable incapacidad para servirse de su inteligencia sin la guía de otro. El gran acierto de Alicia García Ruiz es superar una cuestionable visión que entiende la Ilustración como el despotismo de la Razón.
La famosa crisis de los valores está, evidentemente, desenfocada. Quizás no haya existido un periodo de tiempo en el que los valores políticos estuvieran tan claros como después de la Revolución Francesa. La libertad, la igualdad y la fraternidad. La historia de las ideas políticas tras estas revoluciones liberales es, en cierta forma, la historia de las redefiniciones sucesivas de estos tres conceptos.
La libertad es analizada a través de las aportaciones de Hannah Arendt. La intención primigenia de los revolucionarios americanos consistía en la posibilidad de que cada hombre pudiera actuar sin los impedimentos y las constricciones del poder. Es la llamada libertad negativa, que la define como un espacio de acción fuera del control del Estado. García Ruiz intenta aprovechar la aportación teórica de Gramci y Lefort para desarrollar el pensamiento de Arendt. Lo realmente movilizador es la ilusión por lo nuevo, la denominada “ideología revolucionarista” que concebía la libertad como una conquista colectiva, no una liberación individual respecto a las opresivas formas políticas del Antiguo Régimen. Se trataba de fundar un sistema político a partir de la voluntad colectiva, una libertad en común. El problema es que no se han articulado espacios comunes y se ha recluido al individuo en la esfera privada. Es decir, se considera a las personas como propiedades. El aspecto de lo común es fundamental, “no es lo mismo amar la libertad que odiar al amo”, decía lúcidamente Arendt. Como hemos sostenido alguna vez, necesitamos a los demás para poder-hacer: los demás pueden ser los enemigos de nuestra libertad y, a la vez, los instrumentos para lograrla.
Foucault dio buena cuenta del poder creador y no meramente represor del Estado. Sus enseñanzas han sido bien aprovechadas en el plano microsocial, pero también son aplicables a escala macro. No sólo se trata de estabilizar la libertad conquistada, no es sólo la liberación respecto del poder opresivo, se trata de instituir nuevos poderes del pueblo, crear más poder. La Constitución no debe tener el sentido negativo, sino ser la fundación y distribución del poder, como decía Jefferson, poder controla a poder. La experiencia comunitaria tiene, o debería preservar, el derecho de interpelación de la comunidad hacia las instituciones, las demandas dirigidas a los delegados en las asambleas legislativas. Sin embargo, la consolidación de las estructuras de poder lleva a la propia y mera conservación de las mismas que se consigue gracias a la gran mentira política, la también llamada falsa conciencia o autoengaño
La disidencia de las minorías se convierte, entonces, en uno de las piezas claves para la salud del sistema por cuanto escapa a esa gran mentira global. El problema consiguiente es organizar y legitimar la desobediencia civil como acto supremo de libertad y soberanía individual. Es muy difícil encajar en las leyes la desobediencia civil y la objeción de conciencia, puesto que se supone que la propia ley se basa en la aspiración común de los ciudadanos pero es necesario el disentimiento. Como decía el gran Juan de Mairena, el diablo no tiene razón, pero tiene razones, y hay que escucharlas todas en una república democrática.
El segundo valor clave es la igualdad, bastión esencial de la llamada izquierda política. Pero, como decía Lenin, ¿para qué queremos libertad si antes no nos hemos asegurado la igualdad de los ciudadanos? Ambos conceptos, realmente están tan ligados que Balibar prefiere el término egaliberté. En el origen de las revoluciones burguesas estaba la propiedad, no sólo como derecho inalienable, sino también como justificación, como condición básica, para la participación política. La expresión común “hablar con propiedad” tendría ahora otro sentido, porque el que no tiene propiedades no puede hablar, sólo puede interpelar el propietario, el que ya tiene el poder. Las prácticas de igualdad se basan en la visibilización de casos concretos de desigualdades para, precisamente, acabar con ellas. Es la visión “en positivo” que Rancière aplica a la igualdad: No es que queramos ser iguales, sino “somos iguales y vamos a actualizar este enunciado”.
Sin embargo, Balibar sostiene que en la Declaración del hombre y del ciudadano, ambos términos son considerados equiparables. Intenta demostrar que precisamente la separación de ambos, hombre y ciudadano, es lo que acarreó efectos de dominación, precisamente lo que ha sucedido tras la Revolución Francesa. Hay que plantear, a partir de la Declaración, la politización de la libertad e igualdad, los marcos de una reivindicación constante de derechos, por muy frágil que sea el sistema.
El término fraternidad, por último, es el menos reivindicado por los partidos políticos. Es más, su ámbito ha sido sustituido por la solidaridad. Sin embargo, en esencia son distintos enfoques. La solidaridad consiste en crear un vínculo duradero, in solidum, mientras que la fraternidad parte de la consideración de que todos compartimos el afecto por ser hermanos. Rawls también concede a la fraternidad una concepción política,más allá de su dimensión emotiva. Este concepto entronca con las llamadas éticas del cuidado, una especie de corrección del azar que coloca a unos y a otros en desventaja natural. A pesar de las teorías pretendidamente bio-psico-evolucionistas de Steven Pinker, el ser corregible no es un defecto, sino una virtud, en principio porque todos somos vulnerables, como individuos y como grupo, que es a lo que se refiere el término sostenibilidad. La etimología del individuo absoluto en el sentido de “carente de relación” es una construcción social sobre la que gira nuestra civilización. Hay que proponer otro imaginario, mucho más basado en la realidad de interrelación comunal. Como podría decir Sloterdijk en un sentido algo distinto, nunca somos uno, somos varios, incluyendo cada daimon que está a nuestro alrededor.
Mirando la sociedad casi desde el margen, el pensamiento feminista ha logrado detectar las exclusiones en nuestra tradición intelectual. Así se amplían el continente de derechos, incluyendo mujeres, pobres, marginados, enfermos, incluso aquellos que carecen de racionalidad, dotándoles de una dignidad. Como dice Brugère, “hacer recíproco un mundo asimétrico”, no sólo desde el voluntarismo de la caridad individual, también implicando políticas públicas. El capitalismo está expropiando, dice García Ruiz, esa riqueza colectiva por sustituir las políticas del bienestar social con el voluntariado.
Lo que sí debe quedar claro es que los tres conceptos, libertad, igualdad y fraternidad no son principios abstractos, sino que, se deben entender como prácticas. No se reclama la libertad, se actúa libremente, como el movimiento, que se demuestra andando. Un volumen este que aboga por una emancipación en la que el “pueblo” concepto constantemente reinterpretado, sea capaz de tomar la iniciativa en un debate político nunca totalmente clausurado.

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