lunes, 18 de abril de 2016

Otro ladrillo en el muro



Miré los muros de la patria mía, gemía Quevedo. Se lamentaba de la decadencia de España. Una decadencia que no ha parado desde entonces. Grandes muros han señalado puntos importantes en la historia de los seres humanos. Se podría decir, en un alarde de pretenciosidad, que la historia se ha formado a partir de muros. Muros los que cierran las casas cuando se hizo sedentario, que rodean las ciudades, que delimitan los imperios. El muro de Adriano separaba Roma, la civilización, de la barbarie.
Cayeron, sin embargo otros muros. El de Berlín separaba dos concepciones del mundo distintas, dos regímenes enfrentados en una guerra que los alimentaba en su megalomanía. Se necesitaban uno a otro para justificar los esfuerzos bélicos y estratégicos, para no perder un objetivo. Fue muy doloroso para las personas que acabaron viendo sus familias divididas, sus paisajes cercenados. Yo no soy muy dado a amar los terruños, pero comprendo a quienes sufrieron al ver su país dividido.
Cuando derribaron el muro no fue por una decisión meditada, no fue un cálculo de las altas esferas. Se rumorea que fue un gran malentendido. No creo que sucediera del todo así, pero los servicios secretos estaban completamente al margen, quedaron en evidencia. Supongo que todo estaba más o menos sobreentendido. Se sabía que tenía que llegar, pero aun así, fue emocionante ver cómo se acercaban las gentes a derribarlo por sus propios medios, a romperlo. Al final, el muro se ha convertido en un destino turístico, se organizan tours en bicicleta para conocer su extensión y se venden minúsculos trozos del muro en pequeñas cajitas con postales para los visitantes. Tanto dolor trivializado.
Muros más altos han caído, como cayeron los de Jericó ante las trompetas de Yahvé para luego acabar rezando ante el Muro de las Lamentaciones. El pueblo judío, que esperaba encontrar una tierra de promisión, donde los ríos manaran leche y miel, acabó asentándose en una tierra hostil y diseminándose por el resto del mundo. Ahora, sin embargo, se parapetan en un muro de vergüenza, separando Cisjordania. Pretenden alejar el peligro terrorista y acaban construyendo un gueto donde se aíslan de la humanidad.
Hay muchos otros muros que intentan mantener aislados los mundos. Como el que divide la frontera de Estados Unidos con México y que el fantoche de Donald Trump quiere ampliar. Parece como si una gran pantalla pudiera eliminar el contraste brutal de renta, la diferencia de riqueza entre el primer mundo y todo lo demás, cada vez más pobre y desesperado. Una barrera que no puede nunca ser completa, que siempre tendrá maneras de saltarse, pero que sirve de tranquilizador, como los niños que se tapan los ojos para que no los vean. No hay muros suficientes para evitar una injusticia tan aterradora. Ni los que hay en el campamento de Idomeni, ni el que separa Sudáfrica de Zimbawe, la India de Bangladesh, el muro que Marruecos tiene con el Sáhara. Y por supuesto las vallas de Ceuta y Melilla, por muchas concertinas que nos obstinemos en superponer. Sobre estos muros, precisamente, Pablo Iraburu y Migueltxo Molina han estrenado un documental más que interesante.
Los muros sirven para aislarnos. Como civilización, como imperio, como nación y como personas. Preferimos levantar gruesos muros para evitar que nadie nos ataque, para no ser vulnerables, para sentirnos seguros en nuestra estrecha cueva. Decían hace ya muchísimos años REM en World Leader Pretend que los muros que nosotros construimos son los muros que nosotros mismos debemos derribar. Y son los más difíciles.
Los muros personales se solapan con los muros de las naciones. Y nos obstinamos en ver al Otro como un enemigo, como una amenaza a nuestro modo de vida. Nos invaden y tenemos que evitarlo. Los castillos tienen fosos y almenas y nosotros hacemos nuestras estas defensas. Las interiorizamos en nuestros discursos. No queremos sentirnos indefensos ante los demás, como persona y como país. Y actuamos como si fuéramos el país amenazado.
El muro era el símbolo de lo establecido, del mundo burgués y conservador que se perpetuaba inútilmente en la ópera magna de Pink Floyd. We no need no education! Hey, teacher, leave the kids alone! Tarareamos y gritamos cuando los conocimientos inútiles de la escuela eran el enemigo, cuando la educación era el arma del sometimiento de los mayores a los rebeldes del sistema. Un canto de libertad para quienes veían en la educación una pieza más del engranaje del capitalismo, del sistema opresor del individuo, que trataba como máquinas a los seres humanos. Romper el muro era la consigna.
Ahora, tristemente, se añora ese mundo, en el que uno podía estar tranquilo en su puesto de trabajo, maquinal pero estable, con perspectivas de futuro. Hemos perdido tanto que se puede añorar. Nos dicen, ya se acabó el trabajo para toda la vida. Pero no es un grito de emancipación, es la condena a la precariedad y a la incertidumbre. Los muros y las cadenas se han hecho invisibles, pero nos aprietan cada vez más, como las paredes del triturador de basuras de Star Wars. Y denunciamos que los niños no tienen educación, y que los profesores tienen que volcarse con los niños, no dejarlos solos, acompañarlos en su crecimiento. Y añoramos los tiempos en los que podíamos ser another brick in the Wall, otro ladrillo en el muro, y respirar aliviados de tener el futuro resuelto.
Ahora, sin embargo sí que nos convertimos en un muro. Un muro que llenamos gustosamente día a día. Lo llenamos de pensamientos, de anuncios, de canciones, de gustos personales, de conversaciones. El único muro que queremos es el que nos ofrece Facebook. ¡Qué curioso que hayan decidido llamarlo muro! Un muro de lamentaciones y de alegrías, en este caso. Un muro que nos abre a los demás, al menos en teoría. No queríamos “mind control” y agradecemos que nos ofrezcan sugerencias, que nos digan lo que nos puede gustar y en qué podemos estar interesados. La red social nos sugiere incluso amigos. Y estamos orgullosos de permanecer en ese muro. La ironía es que estos pensamientos acabarán en Facebook.

2 comentarios: