lunes, 14 de marzo de 2016

Decir adiós




¡Qué trabajo nos cuesta a los humanos decir adiós! Adiós a las personas, a los lugares, a los años, a los cargos… Nos quejamos de la terquedad de esos personajillos que mendigan nuestro voto y no se resignan a pasar a un segundo plano. No sólo son adictos a las riquezas y al poder, también necesitan una dosis de reconocimiento, pobrecitos. No saben dejar paso, no pueden asimilarlo. Después de ellos, la barbarie. Se comportan con la ingenuidad de los novios pesados que se resisten a colgar el teléfono. Es difícil decir adiós.
Hay en nosotros una tendencia a perpetuarnos, a realizar las mismas acciones, apoyándonos en las rutinas para poder caminar por la vida sin pensar, dedicando nuestros esfuerzos a las eventualidades no previstas, a los proyectos, a los sueños, al deseo. Nos vamos manejando entre los automóviles, sorteando los semáforos, cruzando las calles, como si cielo y tierra se fueran a mantener siempre fijos.
Brindamos con optimismo por ese futuro previsible y conspiramos para introducir de contrabando sensaciones y emoción, planificamos escapadas románticas, organizamos ejércitos enteros de mudanzas y dibujamos un storyboard de la película de acción que querríamos para nuestra vida.
Suspiramos aliviados de estar vivos, de poder desear conscientemente y no degradarnos en el gris de la monotonía. Nuestro corazón late, siquiera imperceptiblemente, todavía somos salvajes y oímos con claridad la llamada de la selva. Creemos saber el trascurso lento y seguro de nuestra vida y ansiamos las cataratas bravas, los turbulentos vaivenes de un destino que no debería estar escrito.
Sin embargo, el trascurso de los días nos ofrece un horizonte bien distinto. Sabemos que no somos eternos, y que tampoco son eternos los que nos rodean. Tenemos la sospecha de que pueden emigrar los amigos, que pueden romperse los cristales de los marcos de las fotografías, y que el olvido puede hacernos trampas a nosotros, que siempre fuimos tahúres virtuosos. Cada día, la obstinada realidad borra con trazo leve pero firme detalles, colores, formas y rostros. El tiempo nos los vuelve a presentar tras un olor, un fogonazo imprevisto, una canción… ¿qué fue de…?, ¿qué hice con…? Objetos que se desvanecen, personas en una estación a la espera de la vuelta…
No queremos decir adiós, quisiéramos siempre guardarnos una carta en la manga, un mensaje para que el futuro no cierre las puertas. La llave para recuperar las contraseñas. Pero aprendemos a decir adiós. Nos despedimos de etapas de nuestra vida sin nostalgias, con la alegría de comenzar vidas nuevas en la misma medida que nos atemorizamos cuando abandonamos lugares conocidos para aterrizar en planetas ignotos.
Podemos cantar con Cole Porter, que cada vez que decimos adiós, morimos un poco. Y morimos también cuando no lo decimos, dos veces porque nos muerde rabiosa la conciencia que no cierra la partida, que deja encendida la televisión, que rompe en pedazos el punto y final de la gran novela que pudimos escribir.
El cínico guionista de nuestra vida programa, diseña a menudo que no seamos los protagonistas del show, que pasemos a segundo plano, que tomen la palabra otros, que nos manden a paseo, que nos saluden con la mano, que se alejen a la francesa, dejándonos compuestos y sin novia. La vida decide tantas veces por nosotros que no soportamos el hecho de que sea el azar y ponemos rostro al Destino. Y lo maldecimos con la misma facilidad con la que suspiramos aliviados al momento de que la odiosa bruja del Oeste pisa con firmeza la puerta del hasta nunca.
Hay momentos en la vida que sabemos que son cruciales. Que si pronuncias el conjuro prohibido el mundo se derrumba y no hay vuelta atrás. Si tomas la desviación la autopista no hay cambio de sentido. Si te preparas para la guerra, ésta acabará por declararse. Arrepentirse no va a remediar nada. Quizás fuera mejor ocultar y negar. Quizás el silencio dejaría inconclusa e inexplicable una historia. Ojalá pudiéramos saber que necesitamos decir y qué callar, qué necesitan los demás que digamos.
No podemos confiar ni en los mapas ni en las tácticas, en nuestra cabeza tenemos los peores estrategas, todos estamos cegados por el sol de la tarde por mucho que nos queramos aferrar al volante. Las palabras amables, los regalos, el sentimiento más puro a menudo no puede detener la avalancha que estalla y arrasa.
Las noches se hacen interminables, repitiendo a cámara lenta cada respiración, cada vocal, cada pensamiento que golpeaba como martillo de piano la melodía del adiós. Era irremediable, no podía ser de otra forma, no se puede retener el tiempo en una red, no se puede meter en un acuario a las personas, imposible rebobinar las lágrimas. La toma está hecha, aunque te alcance el sueño con un nuevo happy ending que nunca ocurrió.
¿Es mejor decir adiós o que el tiempo lo susurre entre las olas del mar? ¿Pueden las palabras curar tan fácilmente como son capaces de herir? Así son las despedidas, puntos suspensivos en el discurso de nuestra memoria.
Vendrán también las bienvenidas, los reencuentros, los abrazos. Recordaremos inesperadamente las aventuras de una niñez que apenas nos pertenece, nos devolverán los amigos y los paisajes. La vida será un intercambio de figuras con un fondo. Algunas alegrías, algunos traumas, un cóctel de imprevistos que rompe la rutina que asumimos como normalidad día tras día.
A veces, volvemos a unir las piezas del puzle y vuelven a reunirse las promesas, el viaje ha sido corto y alegres vienen de la mano los rostros que habitarán de nuevo, por una eternidad que dure lo que dure, nuestra burbuja. Como día tras día vuelve a aparecer el mundo tras la pequeña muerte de cerrar los ojos en la oscuridad del sueño.

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