lunes, 31 de agosto de 2015

La cortesía, el secreto y la sinceridad como virtud




Retomando un tema muy querido, el secreto como forma de convivencia y socialidad. No podemos negar que hay cierta prevención ante las personas que sabes que guardan un secreto. Pero, por otro lado, si nos preguntan, coincidiremos en que tenemos una vida privada y nuestro derecho a guardar nuestras intimidades está protegido por todas las leyes y constituciones del mundo libre. ¿Cómo compaginar estos dos discursos a primera vista tan contradictorios?

La modernidad y la posmodernidad han ido consagrando una serie de valores para la convivencia que no siempre han coincidido. Si el protocolo aristocrático imponía una máscara de buenas costumbres a las relaciones sociales, la Revolución impuso el citoyen, y los convencionalismos fueron más espontáneos. Luego vino aquello de que “los rojos no llevaban sombrero”[1] y el mayo del 68 puso al descubierto posmoderno lo hipócrita de las fórmulas de cortesía. La cortesía que podría considerarse la piedra de toque del funcionamiento de muchas sociedades (el paradigma más evidente es el japonés) cayó en el desprecio. Había que liberarse y la libertad consistió en ser espontáneo. Ser libre no sólo era hacer lo que uno quiere, sino justo lo que a uno se le apetece: fuera los sujetadores, debajo de los adoquines está la playa… En las relaciones socio-sexuales la sinceridad se convierte en un valor en alza. Si eres una persona tímida, si te lo piensas, es que ocultas algo. Simmel podría haber suscrito esto, y bendecirlo también. Precisamente el uso social del secreto consiste en que ocultamos una parte de nosotros mismos para hacer más factible la sociabilidad. Ahora, en cambio, la cortesía no queda más que como rito a derribar, una persona sin secretos, sin dobleces es sincera… Pero ser sincero sólo se convierte en cualidad cuando consiste en, valientemente, decir a la cara “las verdades”. Entendemos por “verdades” aquellas que duelen, las que “denuncian”. Nadie recibe la consideración de Sincero del Año, por realzar las virtudes de nadie, sino por publicar sus defectos. Sinceridad, espontaneidad, transparencia del yo. Una ecuación claramente posmoderna. Simmel seguramente resaltaría las virtudes de la opacidad de un yo translucido, cortés y preocupado de la impresión que podemos impactar en los demás. La sinceridad es la virtud sobrevalorada.

De algún modo es verdad que necesitamos cierta realidad en las reacciones que vemos en los demás, no siempre podemos estar pendientes de una hermenéutica, como si los rostros de nuestros convecinos fueran mensajes cifrados durante la guerra fría. Agradecemos la sinceridad por la comodidad que nos ofrece. Por eso preferimos el sinvergüenza conocido a la incógnita. Por lo menos se le ve venir. Y estamos prevenidos, y no nos tomamos en serio lo que dice, o vemos una intención más allá de sus palabras, o salimos huyendo porque nos va a pedir dinero.

Exigimos, pues, franqueza en las relaciones con los demás, pero demasiado a menudo no somos tan estrictos con nosotros mismos. Nos permitimos cierta reserva, jugamos sin enseñar todas las cartas. Y no porque sigamos el consejo del gran Baltasar Gracián cuando nos advertía de no ser de vidrio en el trato, sino por un gesto instintivo, en parte defensivo y en parte a la espera de poder lanzar una ofensiva. Quizás en el amor, quizás en los negocios.

Es inevitable, podríamos concluir, cierto cinismo en el decir y en el hacer, aceptar esa doble moral de haz lo que digo, pero no lo que hago. Lo curioso, me pregunto, es por las justificaciones y las normas sociales. Es muy interesante cómo somos capaces de jugar en dos ligas, mejor, a dos deportes diferentes a la vez. Utilizamos dos lógicas, no ya contradictorias, sino totalmente ajenas. Vemos una procesión religiosa y escuchamos los vítores a la reina de las marismas, ¡guapa, guapa y guapa! Y sabemos de seguro que no están viendo a la madre de dios, y estamos convencidos de que hay mucho de fervor y poco de religión, que no se identifica esa pequeña estatua con lo que representa. Y no pasa nada. Como con las banderas, que sabemos que son un trozo de tela que doblamos para guardarlos y a la vez las sacamos cuando nuestro equipo de fútbol gana una copa. Sabemos que son ambas cosas.

¿Por qué ahora la sinceridad está tan valorada a la vez que se reivindica cierto derecho al secreto? ¿Por qué se habla a la vez de transparencia y derecho a la intimidad? No creo que nos hayamos vuelto la raza humana de repente algo esquizoide y escuchemos voces a derecha e izquierda orientándonos hacia la luz o las tinieblas. Supongo, y es una suposición, que tiramos de cada refrán cuando nos viene bien. En el fondo, todo régimen democrático de libertades debe permitir poder decir todo, pero no obligar a cada uno a decirlo todo. Libertad está en poder hablar de tu homosexualidad sin tapujos y poder guardar reserva sobre tus preferencias sindicales.

Quizás, y esta es mi propuesta, habría que replantear de nuevo el significado de la sinceridad y aceptar que no siempre que se alaba se está buscando una recompensa oculta, de la misma forma de que siempre que se critica se está haciendo un favor. Críticas y alabanzas pueden ser símbolos de amistad o armas de destrucción masiva. Aceptemos las primeras y las segundas cuando vengan de buena voluntad. Aprendamos a aceptar los elogios como aceptamos las críticas. Siguiendo el ruego que tenían como lema en la UCI neonatal de un hospital estadounidense, sea honesto, pero no cruel.


[1] Formaba parte de una campaña de posguerra para aumentar el uso del sombrero

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