lunes, 25 de mayo de 2015

Estamos aquí sólo por la pasta.



Es una traducción un poco libre del disco que Frank Zappa sacó como respuesta al Sargent Pepper de los Beatles parodiando las supuestas ínfulas buenrrollistas de las que los de Liverpool hacían gala. Esa parece ser también la moraleja de muchos sobre la sociedad en su conjunto. Lo hacemos por dinero, o, dicho de una manera más canalla, todos tenemos un precio.
Es indudable que hay mucha, muchísima gente que tiene una afición desmedida hacia el dinero, superando incluso la avaricia en el sentido instrumental. No quieren billetes para comprar cosas, para vivir mejor, lo quieren por sí mismo. Es confundir el medio y los fines. Georg Simmel ya lo dejó claro en su Filosofía del Dinero. El parné tiene efectos perversos, puesto que no sólo es un utilísimo medio de pago, es también una malvada vara de medir. Lo que tiene el mismo precio tiene el mismo valor. De esto nos advertía el siempre sabio Juan de Mairena. El necio confunde valor con precio. En palabras del viejo Marx, confundir el valor de uso con el valor de cambio. En fin, que es el dinero el que acaba dando valor a las cosas y valor a las personas que lo tienen o que pueden conseguirlo. Tanto tienes, tanto vales.
La experiencia palmaria nos recuerda constantemente que eso no es así, que realizamos multitud de actividades sin buscar la remuneración monetaria directa. Somos capaces de hacer favores desinteresadamente, dedicamos esfuerzos titánicos en hobbies carísimos, practicamos ejercicios físicos dignos de torturas refinadas y sin refinar sin más ambición que pasarlo bien, ser buenas personas o estar en forma. Alguno podrá decir que la recompensa no será monetaria, pero que existe. Lo hacemos buscando algún fin. Evidentemente. Claro que sí. Lo que me irrita sobremanera es la identificación de ese fin con un interés avaricioso.
Ayudar a los demás nos hace sentir bien -a veces, otras nos sentimos estafados-, nos recompensa el reconocimiento de los otros, es agradable sentirse bien con uno mismo. Pero esas satisfacciones entran en contradicción con el dinero, con el parné, con la pasta gansa.
Hay muchísimos experimentos sociológicos que lo demuestran. Supongamos una persona en apuros, se le ha pinchado una rueda y requiere nuestra ayuda. Sin dudarlo, nos arremangamos y manos a la obra nos tiznamos de grasa, sudamos como pollos y terminamos por echar la mañana removiendo tornillos. Un simple gracias, la cara de agradecimiento de esa persona nos llena de orgullo. Somos buenas personas, no nos hemos defraudado a nosotros mismos. Sin embargo, si en el experimento el menesteroso conductor nos ofrece una cantidad de dinero por ayudarle a cambiar una rueda, la cosa cambia. Entonces nos mostramos más reticentes al principio, y por mucho que nos pague siempre acabamos con una sensación de que se han aprovechado de nosotros. Nos sentimos más serviles. Y la culpa es del dinero.
El dinero envilece.
Gracias al dinero podemos hacer muchas cosas, podemos trabajar en una actividad y conseguir satisfacer todas nuestras necesidades intercambiando nuestro salario por bienes y servicios, que sería harto difícil mediante el trueque. Pero a cambio firmamos un pacto fáustico con la moneda, porque ésta, a diferencia del trueque, se puede acumular. Y comenzamos una carrera frenética por almacenar y almacenar, por si acaso, por si vienen las vacas flacas, para un imprevisto, para nuestros hijos...
El dinero acumulado se convierte en un descriptor social, un clasificador. El dinero es la nota con la que nos graduamos en la vida. Tanto alcanzas, tanto esfuerzo o talento has dedicado. Con la enorme diferencia de que en la escuela las calificaciones no se heredan, y las fortunas sí lo hacen.
Supongo que es normal que los que gozan de cuentas saneadas pretendan imbuirnos de esa filosofía dineraria, que asuman como natural el gusto por la acumulación de plata. De una manera insensata se va filtrando esta idea en nuestra mente y olvidamos la multitud de cosas que hacemos gratuitamente por los demás y para la sociedad.
Todo ciudadano bien educado procura no dar trabajo, no ensuciar las calles, no propiciar la intervención de la policía o los bomberos con sus imprudencias. Sin embargo, cada vez que se quema una casa, el dinero fluye, de los seguros a los constructores, de los impuestos a los bomberos, de los tribunales a los bolsillos. Una desgracia se traduce en un aumento del PIB. Así de locos estamos.
La gente, en cambio, testarudamente sale en procesión pagando una cuota, se deja una pasta en acudir a animar y apoyar a un equipo de tercera, compone poemas que luego cuelga gratuitamente en internet. Incluso muchos procuran dedicar sus esfuerzos directamente al bien común, colaboran en organizaciones para hacer un mundo más justo, dedican su tiempo, su esfuerzo y su dinero a paliar necesidades. Estos fenómenos tienen desconcertados a los partidarios del egoísmo dinerario. No pueden comprenderlo. Lo intentan catalogar en egoísmo disfrazado, dedican ingente número de páginas de estudios para demostrar que el altruismo es una paradójica manera que tiene la evolución para ser egoísta. Es un cortocircuito. Mi no comprender. Mi no comprender.
Dentro de este selecto grupo de personas que deciden hacer algo sin cobrar hay muchos que no pensamos que sean desinteresadamente. Una cosa es no recibir dinero a cambio y otra muy distinta el desinterés. Por supuesto que estamos interesados en crear un mundo mejor, en un mundo más civilizado, más bello, más justo. Es un interés radical y básico. No estamos en el mejor de los mundos posibles, al contrario, estamos justo en el nivel del peor de los mundos posibles en el que podemos vivir. Y lo peor es que nuestro margen de tolerancia va aumentando.
Se acaban de celebrar elecciones, y especialmente en las locales, encontramos muchas de estas personas que buscan conseguir un mundo mejor, que se dejan horas de trabajo y de sueño luchando por un ideal, dando a conocer sus ideas, sus candidatos, sus propuestas. Y luego, con suerte, podrán seguir dedicando su tiempo al bien común. No desinteresadamente, es su interés y el nuestro.
Lo que sí debemos evitar a toda costa es que los que estén al servicio público se muevan sólo por la pasta. Dinero traducido en influencias, en decisiones, en manipulación, en sobornos, en cohechos. Ese es el punto clave.
No todos hacemos las cosas por dinero, aunque realicemos todos los días tareas por la recompensa al final de mes, transformamos la materia, ayudamos a los demás, disfrutamos llevando a cabo empresas que no cotizan ni están dadas de alta. Lo hacemos por placer, por el orgullo del reconocimiento o por necesidad, pero no por dinero. No permitamos que nos gobiernen quienes sí tienen un precio y consideran a los demás esclavos del dinero.

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