miércoles, 29 de abril de 2015

El laberinto de la identidad (I).





Permítanme apropiarme del título del magnífico blog de Fernando Broncano (que a su vez se apropió del título de una obra de Octavio Paz), no se me ocurría una expresión más gráfica para algo tan obvio y tan escurridizo como la identidad. La discusión proviene de la lectura de Patrick Modiano, Calle de las Tiendas Oscuras, en la que Guy Roland, detective que ha perdido la memoria, pretende recuperar su identidad a partir de los testimonios de los que le conocieron. En una primera lectura me ha parecido una obra algo sobrevalorada, muy artificiosa, respondiendo de una manera poco apropiada al proceso de producción de la identidad propia. El debate suscitado, en cambio, fue muy productivo.

Para no meternos en demasiados embrollos podemos definir la identidad como aquello a lo que contestamos cuando decimos “Yo soy....”. A partir de ahí se pueden distinguir dos tipos de contestaciones.

La primera, y aquí me pongo algo freudiano, es la de la pintura y la segunda es la de la escultura. La pintura basa su técnica en ir añadiendo capas mientras que la escultura va retirando material. La concepción escultórica de la identidad implicaría la creencia en un núcleo duro, incluso no apreciable a simple vista, de las características esenciales que nos hacen únicos.

La identidad pictórica se definiría por la acumulación de rasgos que perfilan, modifican o matizan rasgos generales compartidos por un grupo de personas para terminar por hacernos únicos en la medida en la que nadie tiene la misma proporción de las características que cada uno posee. De esta manera uno es profesor, amante esposo, padre abnegado, tímido, divertido, gruñón, reservado y amante de la literatura checa y el cine iraní.

Aunque parezcan muy diferentes acercamientos, en realidad, acaban siendo muy parecidos porque se da la circunstancia sorprendente de que de todas las características que pueden conformar nuestro poliédrico ser acabamos por elegir una como estandarte y seña de identidad. Yo soy del Betis.

Creo que se basa en gran parte en una cuestión de economía cognitiva, es decir, de comodidad. Somos incapaces de manejar con destreza la gran cantidad de datos sociales que supone apreciar con toda su complejidad la variedad de seres humanos con los que nos relacionamos. Por eso despachamos la cuestión con un simple: fulanito es tonto, tonto. Y ya está, hemos definido su identidad, su esencia y a partir de entonces, somos felices por no preocuparnos y nos desenvolvemos con precaución porque sabemos que a los tontos los carga el diablo.

Me temo que eso mismo hacemos con nosotros mismos. Por pereza terminamos por acomodarnos a una categoría de la que se supone emanan todas las demás ricas características que nos hacen tan especiales. Cuando digo soy ecologista, ya se sabe cómo voy a hablar, qué tipo de valores defiendo, el tipo de comida, de diversiones, cómo voy a vestir y a quién voy a votar. El problema es que a menudo nos llevamos toda la vida intentando encontrar ese descriptor tan elocuente, gastando mucha más energía que la que pretendíamos evitar.

Cuando acabamos de definirnos en la adolescencia -si alguna vez esto sucede- nos aferramos a esa definición por mucho que mudemos de aspecto frente al espejo. Estamos satisfechos de ser como somos, no por lo que somos, sino porque nosotros somos. Como dice el profesor de dudología Juan Espectro, defendemos nuestras ideas no porque sean mejores, sino porque son las nuestras. Además nos mostramos muy ufanos porque esa identidad descubierta no nos la puede quitar nadie, nadie nos la puede discutir y nos sirve como roca inmóvil desde donde divisar y explicar el mundo.

No nos llevemos a engaño, la identidad no es algo inherente, es una propiedad más, que podemos tener y que nos la pueden robar. Difícil esencia inefable esa que cualquier hacker desaprensivo nos puede robar por internet. El robo de identidad es una prueba más de lo complicado y a la vez lo simple que es la identidad. Un simple nick y una contraseña. A eso podemos reducir nuestra identidad. Nos pueden suplantar, robar nuestras fotos, hacerse cargo de nuestros gustos, de nuestra intimidad, nos pueden arruinar la vida.

La sensación de ser algo inmutable con el tiempo es a menudo vana. Lo sabe el Estado y por eso te pide que renueves tu identidad nacional documentada. Sin embargo nosotros nos resistimos a aceptarlo. Yo soy así desde niño, soy rebelde desde el vientre de mi madre. Vamos confundiendo la personalidad con la identidad como si ser idéntico a uno mismo -o a otros- nos confiriera nuestra categoría de personas.

La identidad entendida como ser idéntico a uno mismo nos permite reconocernos ante el espejo de la conciencia. Es la que dota de unidad a un discurso narrativo de nuestra vida. Y por eso la vamos reconstruyendo, olvidando los pasajes más discordantes, incidiendo en aquellos otros que dan coherencia a este relato. En cierta forma es producto de la disonancia cognitiva y en cierta forma es un fingimiento. No somos capaces de recordar lo que no nos cuadra de nosotros mismos. Esta coherencia en ocasiones consiste en la repetición de nuestros errores propios e inconfundibles. Como suelen decir los amantes de los aforismos, el estilo de un escritor son los errores que no consigue corregir. En el caso de la identidad también acabamos satisfechos y orgullosos de estos errores.

Sin embargo, la identidad acaba siendo una asignación azarosa a un colectivo. De todas las características que nos describen decidimos que es una la que nos hace únicos. Soy español. Por eso soy diferente -y mejor- que otros que no lo son. Nos cerramos ante los que no están orgullosos de esa cualidad. Soy español, la tierra de Cervantes. Soy andaluz, de la tierra de Lorca. Soy roteño, de la tierra de Ángel García López y Felipe Benítez Reyes. Como si haber compartido el espacio geográfico nos inoculara la cualidad etérea de ser buen escritor. Estas identidades tienen un poder inmenso, son uno de los grandes movilizadores del siglo XX, las grandes luchas lo han sido en parte por la identidad, sexual, política, nacional. Me imagino que si es tan difícil definir la identidad personal, la identidad de un pueblo debe ser harto dificultoso.

Parte trágica del problema es cuando se quiere imponer una identidad o se niega el derecho a existir a quienes no la tengan. Son las identidades asesinas que denuncia Maalouf. Por el sólo hecho de tener una identidad ya se merece la muerte. Tu identidad trata de anular las demás. Son ellos contra nosotros. En esto consiste el peligro de pasar de la identidad del yo a la del nosotros.

Sin embargo no vayamos a pensar que las identidades individuales están exentas de problemas. No sólo hay conflicto cuando la identidad se define por la pertenencia a un grupo, también cuando pretendemos ser idénticos a nosotros mismos en todo momento y lugar. Para empezar nos sentimos falsos, poco honestos cuando somos conscientes de que nos comportamos de una manera distinta cuando estamos con nuestros amigos, cuando estamos en el trabajo o cuando nos quedamos en nuestro dormitorio, con el batín y las zapatillas puestas. El tema es un poco amplio, así que lo dejamos por hoy (continuará…).


No hay comentarios:

Publicar un comentario