domingo, 22 de marzo de 2015

¡Que te jodan!



Perdónenme el brusco comienzo, pero el mundo de los insultos es apasionante. Si lo pensamos bien, y Randall Collins lo hizo, el insulto es una especie de magia. El insulto tiene la capacidad curativa de un conjuro. ¡Mierda! Y ya nos duele menos el dedo machacado por el martillo. ¡A la mierda! Y el actor se queda más tranquilo y sosegado.
Alguien nos insulta, “Me cago en tus muertos” y por eso mismo empezaremos a sufrir justo en el momento de escucharlo. Por eso nosotros respondemos, “los tuyos”. Y ya nos hemos salvado. Un conductor se nos cruza de mala manera y nos grita, pita y nos hace una peineta. Para librarnos no queda más remedio que hacerle también una.
Otro medio muy eficaz de librarse de un insulto es recurrir a la rima. “Quien lo dice lo es, con el culo al revés”, “rebota, rebota y en tu culo explota”. La magia es así.
Pero, ¿qué hacer si no entendemos el insulto? Se dice que bajito también vale, pero ¿cómo saber que nuestra desgracia es fruto de un insulto bien pronunciado y no de la casualidad? Porque si alguien nos insulta y efectivamente nos torcemos el pie, nos calamos hasta los huesos y el coche empieza a perder aceite, ¿tendrá la misma recompensa para el insultador si nosotros ignoramos la fuente de nuestra desventura? Insultos en otra lengua, insultos secretos. ¿Debemos castigar a un niño que insulta en una lengua que el insultado no entiende? De todas formas, “los tuyos, por si acaso”.
Habría que preguntarse por qué unas palabras o gestos se convierten en insultos y otros no traspasan el umbral. Hacer puñetas, por ejemplo, tarea laboriosa como pocas se convierte en un vocablo prohibido para según qué ambientes y edades. Irse al carajo era literalmente trepar por el palo más alto de un navío y permanecer sufriendo el castigo del vaivén de las olas. Natural, pues, volver acarajotado, mareado, atontado… La escatología y la blasfema, que pueden tener en común el interés por el más allá, son un campo abonado, nunca mejor dicho, para aspirar a la categoría de insulto. Defecar sí, orinar no. Uno es un cobarde cagado, pero un meón no pasa de un contratiempo para que los demás se echen unas carcajadas, para mearse de risa.
Otras veces el insulto proviene de la calificación general de algunos colectivos, como perro judío, o subnormal. Estos están perdiendo, no sólo vigencia, también están, con razón, cada vez peor vistos. No pierden vigencia los que se relacionan con lo femenino. Si algo es magnífico es cojonudo, si es muy aburrido, es un coñazo. Eso sigue así. Hace muchísimo que circula por las redes sociales, primero en fotocopia, luego en mail, ahora en forma de meme, las variantes masculinas y femeninas de ciertos conceptos: hombre público, zorro… Todos los femeninos acaban significando lo mismo: mujer cuya limpieza se pone en duda y que se gana la vida intercambiando favores sexuales por dinero.
La similitud fálica predispone a convertirse en un insulto, y como prácticamente todo tiene forma rectilínea es un no acabar. Tiene nombres mil… Juntando las dos consideraciones llegamos a los insultos que tienen que ver con el acto sexual. Como el que ha comenzado este post. ¿Qué significa exactamente la expresión? Ese verbo de cinco letras es la versión malhablada de un coito. Y suponemos, que en estos no somos expertos, que las relaciones sexuales aspiran a ser placenteras partiendo de la base de ser entre adultos, seguras y consentidas. Sin embargo, estar jodido no es ir por la calle satisfecho sexualmente, sino quizás todo lo contrario.
El insulto emplaza a alguien, un tercero a practicar el coito con el supuesto insultado, lo que implica es que no aspira a conseguir un placer a través del mutuo frotamiento. La satisfacción del insulto, es decir, la satisfacción por el mal ajeno se consigue sin apelar al disfrute propio. Es, en la terminología de Carlo M. Cipolla, una estupidez.
La pregunta sigue en el aire, ¿por qué es un insulto desearle a alguien un coito?
Porque no es un coito en igualdad de condiciones, es desearle al contrincante la posición de la mujer, la que es pasiva, la que es “jodida”. Es un insulto machista a la vieja usanza. Nadie quiere el papel de la mujer ni siquiera en el lecho del placer. ¡Cómo debían de ser los encuentros sexuales en la antigüedad! Como llegó a decir el ínclito Camilo José Cela, señora, no es lo mismo estar jodiendo que estar jodido. La posición dominante del varón se traslada del sexo al sufrimiento. Practicar el sexo con los varones debe ser lo más irritante y doloroso del mundo. La mujer, sumisa, inmune a los placeres, sólo debía mantener coitos con resignación, para procrear y para evitar la marcha de su sustento.
Quizás otras posturas heterodoxas tengan per se más riesgo de consecuencias dolorosas. En cambio, los que invitan a mantener sexo oral sí son los pasivos, están insultando a los activos. El sexo es complicado, pero está claro que la postura que adopta la mujer es la que se lleva el insulto.
En el campo sexual hay más insultos. Por ejemplo, cuando tu parienta te engaña, te pone los cuernos y te conviertes en un cabrón. La cualidad del cabrón consiste en ir haciendo el mal por hacerlo, aunque uno ignore la circunstancia del engaño que sufre. Si estás enfadado, muy enfadado con algo, entonces supones que tu santa pareja se transforma en una voraz pilingui.
Es malo provenir de una familia en la que el padre biológico no está casado con la madre. Es un bastardo. Peor si tu progenitora se dedica a la prostitución. Es muy llamativo que la cualidad moral de una persona dependa de los órganos sexuales de una mujer, sea su madre o su esposa.
¿No sería absurdo insultar a alguien gritándole, “¡que te hagan cosquillitas!”? En el fondo viene a ser parecido, porque las cosquillas pueden llegar a ser irritantes, una verdadera tortura si se hacen sobre un sujeto especialmente sensible o se alargan de manera inadecuada. La ventaja sería, sin embargo, que si alguien te mirara con cara de rajarte de arriba abajo con una navaja oxidada y, escupiendo, te dice, “que te hagan cosquillitas”, no te quedaría más remedio que echarte a reír, porque eso no lo aguanta nadie serio. Los problemas bajarían de nivel inmediatamente y podríamos conjugar la satisfacción interna de insultar con la paz social.
Pues viendo cómo está el patio, lo dicho, “que les hagan cosquillitas”


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