domingo, 26 de octubre de 2014

Los autorretratos del Pequeño Nicolás




Esta semana el filósofo Fernando Broncano, entre muchos otros, ha puesto su mirada sobre el pequeño Nicolás para interrogarse sobre la identidad narrativa. En su exposición cita al sociólogo Pierre Bourdieu hablando sobre la distinción. Intentaré resumir por qué me interesa ahondar en la relación del Pequeño Nicolás y la teorización de Bourdieu sobre la distinción.
El gran Bourdieu dedicó gran parte de sus esfuerzos a explicar cómo las condiciones sociales en las que una persona se criaba influían, casi determinaban, los más diversos pormenores de su vida y aficiones. Es sabido que a la clase alta le gusta la ópera y a la clase trabajadora, el fútbol. Unos disfrutan de clubs de campo y otros de tabernas y tascas. Si preguntamos a la clase obrera sobre la música clásica, manifestarán su admiración por el canon de Pachelbel mientras que las upper classes declinarán esta pieza por considerarla demasiado popular. Es la distinción. Aquellas cosas, que no se enseñan en la escuela, ni siquiera son enseñadas conscientemente, pero que son aprendidas, casi por ósmosis en cada clase y la identifica. Los procesos de socialización inducen a disfrutar de las alitas de pollo o de la tortilla deconstruida. El gusto, demostró Bourdieu, está determinado socialmente.
Por supuesto que hay que contar con los procesos bio-psico-sociológicos que hacen posible esa influencia de tus iguales. El homo suadens del que hablamos hace unas semanas. Pero donde quiero ir a parar es que las clases altas blindan el acceso a los intrusos. Cuentan, dice Bourdieu, con un capital económico (empresas, acciones, puestos directivos), pero también con un capital cultural (educación superior, manejo de los ritos y costumbres) y un capital social. El capital social consiste en esos contactos, más o menos difusos, que te permiten acceder a ciertas instancias, vedadas para el común de los mortales. Estas costumbres, este saber comportarse, están interiorizadas en lo que Bourdieu denomina habitus. No sólo es cuestión de dinero, por eso los nuevos ricos no son aceptados. Sí es verdad que proporcionan argumentos inmejorables para las comedias (Rústicos en Dinerolandia, o la serie Nuestros adorables Vecinos), pero no funcionan en la práctica. Hay cierto savoir faire, lo que normalmente se llama clase, que sólo unos pocos tienen. Estos tipos de capital son intercambiables, el capital cultural permite acceder a ciertos puestos, lo que se traduce en ingresos y capital económico. El capital económico, a su vez, permite acceder a universidades exclusivas y ponen en contacto a los vástagos de esta clase social con puestos de becario en grandes empresas donde seguirán sus carreras profesionales. Si alguno cae en desgracia, siempre podrá recuperarse gracia a las amistades, que facilitarán un crédito en el banco, o un puesto subalterno en una empresa.
Para hacer valer esta clase, evidentemente, hay cuestiones objetivas, ciertos blasones culturales, como la educación en un conservatorio, un colegio privado de prestigio, un máster en los US, las vacaciones en Baqueira, los usos en el vestir o en el decir. Es la socialización la que permite que los “o sea, ¿sabes?” conozcan a otros “o sea, ¿sabes?” y se casen entre ellos para tener a pequeños “o sea, ¿sabes?”. La clase alta no sólo es alta porque tenga su capital, sino porque evita por todos los medios que cualquier otro puede acceder. Si tiene dinero, le faltará el acento, si aprende modales, le faltarán diplomas, etcétera.[1]
El caso del Pequeño Nicolás desafía esta lógica. Si es verdad que Fran, como parece que le llamaban en su barrio, no poseía ningún blasón cultural, no tenía capital social de partida, y andaba escaso de capital económico, ¿cómo llegó a codearse con tanto desparpajo entre las clases más altas?
La respuesta inmediata es recurrir a la españolísima figura del pícaro. Esa persona que es capaz, por su descaro, por sus habilidades de embaucador, por un talento descomunal de integrarse y mimetizarse debe ser un pícaro digno sucesor de don Pablos, o de Lázaro de Tormes. Sinceramente, no lo creo, sospecho que hay algo más.
Pero dejemos las suspicacias y demos por buena la versión oficial. Según parece, este chico, con cara de chico, iba acercándose de manera subrepticia pero con naturalidad a los centros de poder. Se hacía pasar por sobrino de tal, por miembro de cual fundación o por representante de las juventudes de tal partido. Nadie se preguntaba nada quizás por la fascinación que conjuran los que aparecen seguros de sí mismos, o por la simple presunción de que si estaba ahí sería porque debía estarlo.
Por lo visto había negociado tratos y conseguido pingües comisiones, incluso su centro de operaciones estaba cedido por Kyril de Bulgaria. Accedía a escolta policial, a pases e invitaciones a grandes eventos. Y lo propio de la época, conseguía fotografías con todo el mundo que importa, grandes empresarios y hombres de negocio, altos cargos de la política nacional y autonómica del Partido Popular. Se cuenta incluso que negoció con el pseudo sindicato Manos Limpias, para que retiraran la querella contra la ex infanta.
Quizás Bourdieu tiene razón, y por eso el Pequeño Nicolás ha sido descubierto. La clase alta al final ha detectado al intruso y lo ha expulsado. Pero lo que más me inquieta es que haya durado, que no hubiera sido inmediatamente rechazado cuando supuestamente intentaba infiltrarse. Ni su falta de capital simbólico ni económico ha sido puesta en evidencia. ¿Qué quiere decir esto?  Quizás es que el capital cultural de la clase alta consiste en estos tejemanejes, que su habitus es la corrupción. Quizás quiere decir que la clase alta no tiene clase, que no han sido capaces de distinguir a un farsante porque ellos mismos parecen serlo. Eso explicaría el impacto mediático de una Carmen Lomana, más cerca del universo choni de lo que su vestimenta y modales deja parecer.
Lo que realmente me inquieta es que a nadie, a NADIE, pareció preocuparle que este chaval anduviera pidiendo dinero por favores. Es un “conseguidor”, escucho por ahí. ¿Qué clase de mundo es el de las clases pudientes en la que todo funciona por favores? En el fondo, como llevo diciendo desde hace tiempo, El Padrino y la mafia son los cánones de la sociedad actual. Aunque ahora nadie parezca acordarse del Pequeño Nicolás, a nadie pareció en su momento raro, ni parece ahora raro, porque nadie lo comenta, que se ofrezca abiertamente un contacto, una ayudita en un negocio, una intercesión benévola ante una administración. Todos viven en un mundo corrupto, en el que las cosas se consiguen según quién seas y a quién conozcas.
Teóricamente el sistema es eficiente porque asigna a cada uno su posición según su talento y esfuerzo, pero lo que en realidad parece funcionar es el soborno, el compadreo, el chantaje y las influencias ilícitas. Y, aunque estén llenos de mierda hasta las orejas, son ellos los que aparecen como triunfadores, como inteligentes, despiertos, emprendedores, sabios, felices y, aunque tengan que recurrir a la cirugía, ellos son la beautiful people. Con el Pequeño Nicolás no sólo se ha autorretratado el chico, se han autorretratado todos. Y no han salido precisamente guapos.


[1] Que las clases altas corten el paso a intrusos explicaría el ascenso y caída de figurines como Mario Conde o José María Ruiz Mateos –y eso que no partían precisamente desde cero- en el mundo de la Banca española, controlada por unas pocas familias con nombre y apellidos a veces bastante ilustrativos. También explicaría la estupefacción de ambos ante su fracaso.

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