domingo, 30 de marzo de 2014

El olvido y san Adolfo Suárez, patrón de la Transición.



Dicen que la distancia es el olvido. Y distancia histórica es la que empezamos a tener para valorar la transición y las figuras que hicieron posible esta gesta épica. No nos hemos dado casi cuenta, pero desde la muerte de Franco y la coronación del rey ha pasado el mismo tiempo que desde aquel 18 de julio hasta la muerte del dictador. Ya deberíamos tener distancia, pero no olvido. Nunca olvido. Esta semana hemos asistido a un buen arsenal de loas hagiográficas a la figura de Adolfo Suárez.

Otro que no es santo de mi devoción, Gabriel Albiac, definió acertadamente el paso de la dictadura al régimen actual cuando hablaba metafóricamente de la “inmaculada transición”, que, como el cristal, pasó del franquismo a la democracia sin romperlo ni mancharlo. Pero más justicia poética no puede haber que la figura de Adolfo Suárez enfermo de Alzheimer. Que la figura central de una transición que quiso olvidar el franquismo, que obvió rendir cuentas o pedir responsabilidades no podía tener otro fin que el olvido de sí mismo.

Los testimonios, siempre elogiosos hacia este político audaz, más que reflejar una época y una gratitud, parecen ocultar un vergonzoso pasado. Muchos en la UCD lo decían, Alfonso no se merecía lo que le hicimos. El tahúr del Mississipi, como le llamó una vez Alfonso Guerra, hizo buena la frase de que “contra la UCD estábamos mejor”. Las filigranas de la legalización de los partidos, de la Ley para la Reforma Política, la Constitución, los Pactos de La Moncloa o del resto de pasos que se fueron dando engañando a unos, prometiendo a otros, temiendo a todos. El olvido es el mejor epitafio para Suárez.

El problema es que, al comparar los políticos actuales con aquellos del final de los años 70, nos parecen increíblemente entregados a una política de Estado, a un interés común, a un servicio a la ciudadanía. Pero no nos engañemos, esta valoración no se debe a que fueran excepcionales y bienintencionados, es que los actuales pasan todas las fronteras de la incompetencia y la desfachatez.

Debería ser evidente que una persona no puede cambiar un país. Ni la santísima trinidad formada por el rey (padre), Suárez (hijo) y Fernández Miranda (espíritu santo). Mucha gente, muchos grupos de presión, muchos intereses nacionales y extranjeros fueron los encargados de llevar a buen puerto el paso de un régimen a otro sin variar ni un ápice las élites del poder, sin modificar las más mínimas bases de la riqueza de las grandes familias. Como sentenció Lampedusa en El gatopardo, “haz que algo cambie para que todo sigua igual”.

Además del actor olvidado de aquellos años, los millones de personas que salieron a la calle, unas veces pidiendo amnistía, otras, libertad, otras, autonomía, otras, derecho al aborto… Huelgas, manifestaciones, encierros de personas normales y corrientes, nunca mejor dicho, porque acababan normalmente corriendo delante de la policía. Parece que hay orden de olvidar que la democracia esencialmente se lucha en la calle, pues si no, los políticos olvidan cuáles son las prioridades, las necesidades de los ciudadanos que no van en coche oficial, no acuden a los Congresos de los partidos, no viven en La Moraleja, ni toman desayunos de trabajo en hoteles lujosos del centro. La agenda política, no lo olvidemos, se cuece en despachos muy, muy lejos de las cocinas y los dormitorios, los comedores y los patios. Las mesas de negociación no son las que sirven para el dominó o para el mus.

Dar clase te ofrece la oportunidad de reflexionar sobre muchas cosas. Porque tienes que tener muy claras las ideas para poder explicarlas a alumnos desinteresados de la manera más simple y luego hacerlas más complejas para aquellos con más curiosidad y conciencia. Reflexionar porque repasas muchas cosas, muchos acontecimientos, muchas ideas. Circula por la red una encuesta callejera en la que se pregunta a jóvenes sobre la figura de Suárez. Por el acento y el lugar parece que ha sido en la fiesta de la primavera, haciendo botellón y claro, las respuestas son lo que son. Si esta es la generación más preparada, preparados estamos. Cuando escucho esto me pregunto por qué contestan cuando no tienen ni idea. Estas son las cosas por las que creo que mi asignatura tiene una misión y una importancia.

Pero también mi asignatura me hace repasar las ideas de filósofos como Locke, quien, de una manera que ahora parece sorprendente, decía la obviedad de que los ciudadanos firman un contrato social para que los gobernantes y el Estado velen por los derechos de los ciudadanos. Y no al revés. Las personas no estamos para salvar al Estado, para eso no necesitamos Estado –ay, mi corazoncito anarco-. Sin embargo nuestro gobierno ha olvidado a este precursor del liberalismo que tanto dicen defender. Prefieren gastar millones en pagar las deudas de las autopistas que contratar a familias con ese mismo dinero.

Los dirigentes del Partido Popular están rivalizando en idioteces en las últimas semanas. Montoro contradiciendo al informe de Cáritas sobre la pobreza infantil, como si la pobreza infantil no fuera importante si su número no supera un cierto umbral. Los bancos salen de la crisis, las familias más ricas aumentan su capital. De las personas normales, de la gente de la calle no se acuerdan salvo para pedirles el voto.

El líder de la patronal leonesa pretende que los despedidos sean los que paguen indemnizaciones a los empresarios porque habían recibido de ellos un puesto de trabajo y un salario. Olvidan que no son despedidos por su voluntad, sino que es el empresario el que prescinde de un contrato indefinido. Olvidan que el que contrata siempre saca más beneficios del trabajo que el propio trabajador. Lo que parece evidente pero estuvo a punto de costarme una denuncia.

Los medios de comunicación también olvidan. Olvidan los cientos de miles de personas que se manifestaron en las Marchas por la Dignidad y sólo se acuerdan de los enfrentamientos. Olvidan que su función es informar y no manipular. Mucho olvido, demasiado olvido.

Dice un refrán popular que para ser felices hay que tener buena salud y mala memoria. Nietzsche también reclamaba las virtudes salutíferas del olvido. En este sentido, y sólo en este sentido, la democracia española goza de una salud inmejorable.

4 comentarios: